Cuando me preguntan cuál es mi película favorita de todos los tiempos, yo siempre contestaré, sin dudarlo, que Quest for fire, ‘En busca del fuego’, dirigida por Jean-Jacques Annaud y basada en una novela homónima escrita en 1911.
La he visto tantas veces que mi señor padre, cuando llegaba a casa y veía la luz de la televisión prendida pero no escuchaba diálogos, exclamaba con asombro teñido de cansancio: “¡Ya está la mayor viendo otra vez la de los monos!”
Salvando todos los detalles que la ciencia y la arqueología pueden discutir y simplemente disfrutando de ella como un maravilloso ejemplo de un viaje del héroe bien logrado, ‘En busca del fuego’ tiene una de las escenas, (vale, que sí, que los que me conocen saben que tiene más de una, pero hoy voy a referirme solo a esa, carajo, ¡ustedes, amigos míos, sí joden!), más impresionantes que yo haya visto en la gran pantalla.
Les cuento, tres miembros de una tribu de una especie de humanos en la que aún no se conoce el mecanismo para crear el fuego, lo custodian en una brasa que alimentan y mantienen siempre a salvo. Este grupo es atacado por una tribu enemiga y la brasa se apaga, la crisis es terrible y el héroe, con otros dos compañeros, son los encargados de ir a buscar el fuego. Tras muchas peripecias (en serio, vean la película) encuentran a una mujer, miembro de otro grupo que ya han descubierto la cerámica, cómo encender fuego por frotación y muchas otras cosas… (seguro que encuentran la cinta en alguna plataforma de estas modernas para poder verla), y deben rescatarla de un horrible destino, el de ser devorada por un grupo de antropófagos.
Bien, no es del fuego ni de la gastronomía prehistórica de lo que quiero hablar hoy, sino del humor, ella y el héroe, como no podía ser de otro modo, se enamoran y entre las muchas novedades asombrosas que ella les enseña (algunas picantes y tiernas, en serio, véanla), está la risa. La risa a carcajadas.
¿Se ríen de cosas políticamente correctas? Pues miren ustedes que la primera vez que el héroe y sus compañeros se ríen es cuando uno le pega a otro una pedrada en plena cocorota, todos se cagan de la risa, incluyendo el apedreado quien, en medio de la risilla nerviosa, se lame la sangre.
Siempre me ha fascinado esa escena, y no es ni siquiera por el humor de caídas y golpes, que no es de mis favoritos, sino porque me hace reflexionar acerca del humor. De la risa. De las cosas que nos hacen humanos y de cómo poco a poco las estamos perdiendo en las últimas décadas. No. No me vengan con milongas de lo políticamente correcto. No me mezclen churras con merinas. No me aleguen que si nos reímos de algo luego los niños no van a saber que está mal pegarle una pedrada a alguien. Dejemos de una puta vez de autoconvertirnos en imbéciles. Los niños siempre han jugado a la guerra y los adultos (la mayor parte de los adultos normales, quiero decir) siempre han distinguido perfectamente entre una pistola hecha con dos dedos estirados y el agujero hecho por unos cuantos gramos de plomo instalados en el cerebro.
Hemos perdido la capacidad de reconocer el humor, la ironía se nos escurre entre los dedos y el sarcasmo ya es casi ciencia ficción.
Nos estamos convirtiendo en una panda de bípedos muy serios. Muy decentes. Incapaces de reírse de sí mismos. Una sociedad de estirados, con una escoba metida en el culo, preocupados y agobiados por no hacer pupa, que, en su intento por ser perfectos, se han olvidado de su humanidad.