Escucho las consignas arrebatadas de unas cuantas voces rabiosas. Escucho los gritos y los chillidos enloquecidos de gallinas aleteando. Escucho insultos, denostaciones. Veo índices acusadores marcando la frente de todos. Defenestrando honras. Escupiendo a los hombros cansados.
Enarbolo mi lanza a favor de los míos. Por mis hombres. Por todos aquellos que han estado, para mí y para las suyas. Mi padre. Mis padres. Mis hombres.
Mi abuelo, aquel que me legó su elegancia de hombre, su hombro apoyado en el quicio de la puerta, sus largos dedos acariciando las teclas de un acordeón, el saber llevar el sombrero de medio lado y el cigarrillo colgando de la comisura de la boca.
Mi abuelo, el que me llevaba a recorrer el campo, el que me mostraba ciempiés, lagartijas escondidas, caracoles y babosas. Tengo el tacto de su oreja en la punta de mis dedos y sé reconocer una puntada mal dada y un traje mal cortado. Él me legó el orgullo y una cicatriz hecha con su navaja de afeitar, yo quería ser como él y una tarde de siesta, cuando nadie miraba, crucé mi rostro con el filo desde el que se descolgaba un hilo tibio y bermellón; a veces, cuando su sangre se eleva en mí como una marejada roja y violenta, la cicatriz en mi mejilla palpita y soy.
La sangre de mis hombres, la voz de mi padre. Y su risa, su risa sin carcajadas, sin escándalo, la risa a contracorriente, el humor extraño. La cara oculta del mundo. La parsimonia y la fuerza. El deber. El aprender a defender a los amigos y el saber cuando alejarse. Y la elegancia.
Mis hombres, los míos, mi ejército de hombres buenos, los que me han rodeado siempre, el tío abuelo que corrigió y editó mi primer cuento, el que celebró el premio que gané con él más que yo misma. El hombre bueno que cuidaba animales heridos, el que enseñó a su urraca a decir mi nombre.
El padre de mis hijos, el que se enamoró de ellos antes de verlos. El que, como debe ser, los ama más que a sí mismo, el que sabe que, por eso mismo, a veces debe decirles que no.
Hablo de mis padres, sí porque padre no es solo el que engendra, padre es el que extiende la mano para que tengas un punto al que llegar cuando das tus primeros pasos, padre es el que te empuja al vacío para que pruebes la fortaleza de tus alas, padre es el que te hace pasar hambre y sed, padre es el que te enseña a beber con él para que nadie te engañe haciéndote beber. Padre es el que ronda y mira mientras tu rompes los límites. Padre es el que te arrea a mordiscos en el calcañar de vuelta al redil cuando te has alejado demasiado de los límites.
Yo tan solo me he encontrado hombres buenos. Hombres que protegen, que cuidan que velan, que se desvelan, se esfuerzan y aman. Padres que no lo son pero que crían, que sobrevuelan. Que hacen guardia en las fronteras.
No, no permito que las que no se han encontrado hombres buenos me confundan, nunca harán que deje de ver a los míos como lo que son. Hombres buenos. Hombres que son hombres. Hombre sabios, fuertes, amables, compañeros. Padres.
¿Que hay hombre malos? Desde luego. Y por cada uno de ellos hay un ejército de padres, hermanos, amigos, compañeros de armas y de luchas que son buenos.
Padre, protégeme de aquellos que gritan. Padre, gracias por enseñarme a ser lo que soy, a saber quién soy.