Palabra que deriva del latín norma, ‘escuadra’. Dícese en su primera acepción de aquella regla que se debe seguir o a que se deben ajustar las conductas, tareas, actividades, etcétera.
O sea, la norma es aquello que rige lo que hacemos, lo normal es lo no extraordinario, lo común, lo cotidiano. La vuelta a la normalidad es regresar a aquel día a día que a muchos les parece ya tan extraño como un perro verde.
Y oigan que les cuesta aceptar lo de volver a la normalidad a muchos. La norma es ser mortal, salir a pelear por el afrecho; saber, aunque no lo reconozcamos, que cada vez que salimos de casa puede que no regresemos, que cuando nuestros hijos se enfrentan al mundo real es probable que no vuelvan a nuestros brazos, la norma es que debemos enterrar a nuestros padres, a nuestros afectos. Que si no entierras a tus amigos es quizás porque son ellos los que te están enterrando a ti.
La norma, la regla inexorable, es que el ser humano es mortal, aunque normalmente nos olvidemos de ello en el trajín del día a día. No nos gusta esa regla, querríamos seguir en este tiempo muerto de la vida, encerrados en una burbuja de cuarentena que nos asfixia con tanta protección.
Como nonatos resistiéndonos a ingresar en el canal de parto nos revolvemos contra las contracciones que nos tratan de expulsar, queremos seguir sintiendo esa falsa normalidad, esa obscuridad acogedora, ese olor a casa, ese estar en pijama y pantuflas, ese no tener que enfrentarnos al tranque, ni a las filas en el supermercado, ni al tráfico en quincena. Queremos que todo siga así, saber exactamente dónde están nuestros hijos, en el comedor, en el salón, en el dormitorio; dónde están nuestros padres, encerraditos en su casa, sin salir a ningún sitio, protegidos, conservados en formol para que nos duren otro siglo y pico más, porque noventa y siete años no son nada, porque febril la mirada los busca y los nombra, para mantenerlos cerca.
Veo a gente estresadísima porque ya amenazan con quitarnos los bozales, veo a muchos angustiados porque los niños regresen a la escuela. Escucho comentarios de personas aterrorizadas porque se eliminen los encarcelamientos domiciliarios, ¡adónde vamos a ir a parar con la gente libre por ahí contagiándose!
Lo cierto es que todo esto me recuerda a los años ochenta del siglo pasado, la histeria del SIDA, el ¡no te me acerques!, el ¡todos vamos a morir!, el culpabilizar al pecado, al sexo, a la fiesta, a las chupatas, a la irracional necesidad humana de cercanía, de contacto. ¡Cómo se os ocurre, insensatos! ¡¡Todos vamos a morir!!
Bueno, la buena noticia es que hoy el virus de inmunodeficiencia adquirida no es ya una condena a muerte, el estigma que aún se cierne sobre los que lo poseen en sus organismos cada vez tiene una sombra más pequeña y la mala noticia es que el cerebro de mosquito retrasado de la humanidad ya se ha olvidado del pánico colectivo y el condón cada vez se usa menos como protección en el sexo esporádico. Eso mismo va a pasar con el covid.
Esta pandemia de gripe, como todas las demás pandemias, ha llegado y pasará, se habrá llevado por delante afectos y cariños, seguro, pero la vida sigue, los niños crecen, las heridas se cierran y la normalidad se impondrá una vez más.
Así que hágannos un favor a todos, (sí, a ustedes mismos también), miren afuera, aquí está la vida y la muerte. Nadie queda para simiente.
La norma es morirse y lo extraño es ser eternos..