Si buscamos la definición de esta expresión en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, encontramos que ‘estar de buen año’ significa estar gordo, y saludable.
He pensado mucho en esta expresión desde que nos han concedido el tercer grado carcelario en Panamá porque, aunque este haya sido un mal año, casi todos estamos de buen año.
Una de las cosas que más me chocaban era el desparpajo de la gente cuando, tras no habértelos encontrado en un determinado tiempo te soltaban, a bocajarro y sin anestesia, “¡Pero qué gorda estás!”. Yo, que a veces opto por hacer brillar la educación y los modales que padre, madre y monjas aliadas inculcaron a punta de regaño y coscorrón en esta onagra, me quedaba de paté de fuá y, sin saber a qué carta quedarme, dudaba entre replicar con voz dulce y casquivana: “¿Pero tú te has mirado al espejo, orca sin gracia?” o sonreír de medio lado mientras salmodiaba entre dientes maldiciones gitanas.
Pero esto, como tantas otras cosas, ha cambiado con la pandemia. En estas semanas en las que hemos podido volver a vernos de cuello para abajo sin estar constreñidos a una pantalla, me he dado cuenta de que todo el mundo calla como puta cuando se trata de hablar del peso. Nadie hace mención.
Todos nos miramos de reojo, los impertinentes sabiendo que no pueden abrir la boca, so pena de que les afeen sus propias lonjas, sus lorzas espaldares y sus cachetes, que penden de sus mejillas hasta unirse con la doble papada dando fe de los atracones covídicos.
Hace unos días me encontré con la típica imprudente, todos conocemos a una, (sí, suelen ser ‘ellas’), que cada vez que me veía me soltaba la insolencia “¡Huy!, pero sí que has engordado…”, “Oh, pareces una anciana con esas canas”, “Oye, te ves acabada, mujer, ¿qué te pasó?”. Frente a frente en un pasillo del supermercado. La vi. Me vio. Nos reconocimos a pesar de las mascarillas. Y noté que bajaba la vista y trataba de huir. <<¡Ah, no! Eso sí que no, bonita, ¡ven acá!>>, pensé para mis adentros y la saludé a voz en grito: “¡Pero, FULANITA, ¡¿qué te ha pasado?! Si casi no te reconozco, ¡¡estás gordísima!!”.
Sí, sé que fue cruel, sí, lo sé. Pero una llama más o menos no va a hacer la hoguera infernal en la que me retorceré eternamente ni mejor ni peor, total, si ya nos avisan de que el sufrimiento es infinito, pues si es infinito no le cabe más, con lo cual pienso disfrutar mientras pueda. En fin, que mientras ella se iba poniendo roja como un tomate y rehuía mi mirada, yo disfrutaba de sus balbuceos. La dulce venganza.
Porque reconozcámoslo, señores, en el encierro eterno la mayor parte de nosotros no teníamos ni fuerzas ni ánimos para ponernos a hacer abdominales. Y la mayoría tampoco queríamos enfrentarnos a un par de gorilillas de la policía para pasar un mal rato, así que mover las mandíbulas mientras estábamos revolcándonos en la cama o en el sofá fue nuestro único ejercicio. De modo y manera que si en algo nos ha unificado esta peste a aquellos que nos pasamos un año enclaustrados es en los kilos, así que yo estoy feliz, nadie habla del peso, nadie rebuzna insolencias. Ojalá esto sea una enseñanza y nos dure porque el peso, igual que el tamaño de las tetas o el bulto del pene en el pantalón, es privado, carajo, y a nadie más que al que lo carga le importa. Capisci?