Este ha sido, según nuestras insignes y egregias autoridades, el último fin de semana de encierro total. O eso dicen. Porque hay muchos que pensamos que estamos en una cuasi dictadura y en esta tesitura nunca podremos estar seguros de lo que decidirán, de un día para otro, esas mentes brillantes que nos dirigen. Sacándose de la manga, o del orto, un decreto tras otro.
Estos genios que anteayer dijeron que no íbamos a tener más que dos o tres casos, que luego nos invitaron a carnavalear porque lo único que necesitábamos para protegernos eran condones; nuestros tremendos dirigentes que no hacen caso a los casos de los países que han demostrado que los largos encierros no inciden en controlar mejor el virus; nuestros dirigentes, que han mantenido a la población encerrada, aterrorizada, que han conseguido que miles de negocios quiebren, que cientos de miles de familias hayan pasado penurias mientras ellos iban improvisando semana tras semana, aclarando las aclaraciones a los anuncios, nuestros egregios dirigentes han decidido que nos permiten recuperar nuestros fines de semana.
Y la población agotada y agobiada respira. Un poco. Pero respira.
Mientras tanto hay aún tarados que se quejan del tranque y suspiran por una ciudad vacía. ¿Se puede ser más lerdo o más insensible? Tú, carilimpia, tú, sinvergüenza, vosotros que lleváis un año en vuestras casa cobrando sueldo de funcionario y sin sobresaltos, ¿tenéis el cuajo de quejaros del tranque cuando a los pobres mortales nos permiten regresar a nuestra vida?
Yo cada vez me asombro más de la estulticia contumaz de alguna gentuza. Me asombro de su maldad retorcida y de su ingenuidad cruel. Me alucina la manera absurda que tienen de mirarse absortos la redondez de su ombliguito y mostrarnos las pelotillas de pelusa que salen de él como si fueran obras de arte. Aunque, pensándolo bien, cuidado y en esta sociedad estólida en la que nos movemos, alguien las considera arte y se las compra. ¡Vete tú a saber!
Pero no me permitan divagar, que soy fácilmente distraíble, les estaba comentando que, a partir del próximo fin de semana, tendremos las puertas de nuestros hogares abiertas también el sábado y el domingo.
Veo exclamaciones de alivio y aplausos cerrados. Veo con tristeza como las personas alaban a los excelsos dirigentes por devolvernos los derechos que nunca debieron ser conculcados durante tanto tiempo.
Me desgañito diciendo que nos siguen manteniendo encerrados durante la noche, a pesar de la estupidez que esto es. Porque yo recuerdo perfectamente mi reflexión cuando mi padre me imponía hora de llegada a casa: <<¿Qué voy a poder hacer a las diez y diez minutos de la noche que no pueda hacer a las cuatro de la tarde?>>
Así es, se puede hacer lo mismo a una hora que a la otra, chupar como cosacos, hacer fiestas de tres de la tarde a nueve de la noche, reunirse por las mañanas y coger con alguien fuera de tu burbuja familiar a las siete de la noche.
Pero en estas decisiones absurdas y dictatoriales no entra la lógica ni la posible explicación científica acerca de la mayor incidencia nocturna del virus sobre el ser humano; en estos decretos de gorila con síndrome de micropene solo entra el “Porque yo lo digo” y la mayor o menor incidencia del encierro sobre los intereses espurios de unos cuantos malandrines con ínfulas de poderosos.
Al resto de la población solo nos quedan dos salidas: o acatar y ceder, o enfrentarnos a las hordas gorilescas y recuperar a las bravas lo que hemos permitido que nos arrebaten poco a poco.