Hubo una vez, en España, un ídolo televisivo que se llamaba Félix Rodríguez de la Fuente. Pionero en los reportajes de fauna y naturaleza mostró a varias generaciones de españoles las maravillas del mundo que nos rodea. En mi caso, sus programas dejaron un rayón en mi cerebro y en ellos aprendí mucho de lo que sé, no solo sobre la naturaleza en general, sino también sobre la naturaleza humana en particular.
Desde siempre me ha fascinado ver las imágenes de los lobos cazando. La coordinación, la maravillosa destreza, la fuerza, la resistencia, la alegría de la caza, la muerte exultante y la vida que triunfa a través del salto de la sangre.
Desde que Félix me lo explicara, tengo muy claro que para que unos puedan sobrevivir otros deben de morir. Y eso que a nosotros, tristemente inoculados con el virus de la compasión, la lastimita y la malhadada caridad cristiana nos parece horrible, en realidad es la manera en la que la naturaleza hace que todo sobreviva. Hace unos días vi un video de una cacería de bisontes por una manada de lobos en las planicies de América del Norte, estaban a punto de atrapar a un becerro que trataba de correr por su vida, cansado y ya atascado en la nieve que le llegaba hasta el codo.
El drama, los segundos interminables… y de repente ves llegar, por la derecha, detrás de lobos y jato, a un búfalo adulto bajando la testuz, crees que viene al rescate de la cría de su misma especie, respiras, está salvado. Pues no, mira otra vez, el animalaco da un topetazo al ternero que hocica y se cae. Festín servido para los lobos, que caen sobre él mientras el vacuno traidor sale de plano tranquilamente por la izquierda a trote cochinero.
La vida, como la naturaleza, está llena de zancadillas y topetazos. Cuando menos te lo esperas alguien que tú crees que viene a echarte una mano te empuja al foso de los leones para que las fieras festinen contigo. Culpable o inocente, víctima propiciatoria, terminarás, asombrado y aterrado, en las fauces babeantes mientras el que prometía ayuda trata de escaquearse en medio del pandemónium de chillidos y dentelladas. Eso es lo que al parecer ha pasado en el Ministerio de Cultura. Alguien tiene que pagar por el desastre que hay montado allí dentro, alguien debe pagar los malos ratos y las subidas y bajadas de escaleras. Y por el canguelo.
Los lobos necesitan hincarle el diente a una presa y el cabestro acomete, ciego en su rabia, contra el primero que se le pone por delante. Al fin y al cabo los que aceptan puestos en el gobierno saben que, si las cosas van mal, los que mueran no van a ser el rey, que sacrificará a todas las piezas sin duelo para mantenerse enrocado en su escaque.
Pobre del que esté al alcance de la furia del que se siente amenazado, pobre del que se pone por delante del animalote acorralado. Los depredadores deben comer, es la ley de la vida, el pueblo exige una cabeza de turco y se la ofrecen en bandeja.
Pero algunos no nos dejamos entretener con la carne magra del ternero inocente, el jefe de la manada es el que toma las decisiones y él es el que debe dar las explicaciones y asumir las consecuencias de sus actos, ya sea entonando un real mea culpa o juntando la poca gallardía que le quede y ofreciéndose él mismo para sufrir la pena por sus propias contravenciones.
Pero claro, para esto hace falta gallardía y coraje, y no podemos esperar mucho ni de los bisontes, herbívoros testarudos, ni de algunos funcionarios.