Creo que ya les he contado en alguna ocasión en una u otra Lobatomía que mi tiempo en el colegio de monjas al que acudí durante trece años fue muchas cosas, pero lo que sí no hizo fue dejar recuerdos demasiado amables en mí. Una de las cosas que me marcó fue la obligación de hacer filas.
Hacíamos fila para todo, para entrar a clase, para salir al recreo, para volver a entrar a las aulas, hileras de niñas uniformadas en beige y príncipe de Gales, caminando por los pasillos en penumbra, con la distancia exacta entre una y otra, acomodadas según el número que te tocaba en la lista. Filas de niñas con la espalda recta y la mirada al frente que comenzaban a caminar a la voz de la profesora de turno.
Las filas me repatean las gónadas.
Pero quizás de ese modo he aprendido a hacer fila para entrar en el supermercado, y sobre todo, aprendí a mantener la distancia entre quien me precede y quien me sigue. Mido la distancia a ojo, dos brazos extendidos, dos metros.
Pero claro, estos son traumas que no puedo pretender que todo el mundo cargue a su espalda; por eso la señora que ayer estaba detrás de mí en la fila del súper estaba tan cerca que pude aspirar su exquisito olor a sobaco rancio de cuarentena: <<¿Para qué me voy a duchar si nadie me va a reconocer con la mascarilla?>>.
En fin, continuemos, les hablaba de las filas y de mi ambivalencia ante ellas. Por una parte las odio con todas mis fuerzas, si tengo que hacer fila, y la cosa no es de morir, no cuenten conmigo. No hago fila en baños públicos, no hago fila en bufés y no hago fila en ningún lugar donde deba estar parada, precedida y seguida por desconocidos, más de cinco minutos; me supera y prefiero aguantar la meada, no comer o largarme y regresar otro día. Pero, por otra parte, las filas me han dejado un rayón en el cerebro y jamás me verán en nada que implique una rebatiña, no me tiraba al suelo a pelear caramelos en las cabalgatas de los Reyes, y no me verán tratando de atrapar nada que arrojen desde cualquier lugar elevado. ¿Meterme en el revuelo de solteras tratando de apañar un ramo? ¡Por Tutatis!, la respuesta es ni loca.
Yo no me cuelo en las filas, yo no paso por el hombro, yo mantengo mi distancia, yo no me pongo la vacuna cuando no me toca.
Pero soy consciente de que no todos los panameños hayan podido tener la mala suerte de haber recibido educación en el colegio Virgen Blanca, regido, en aquel entonces, por las hermanas ‘aliadas’, (no me preguntéis a quién se aliaban porque siempre las vi bastante reacias a cariños y arrejuntamientos). Yo soy consciente de aquello. Y soy consciente de que en Panamá el concepto de espacio personal es nulo, y aquí va mi teoría: todo está concatenado, si no eres consciente del lugar que ocupas y del lugar que debes ocupar en la fila nacional, todo se convierte en una rebatiña.
Se parte la piñata, caen las cuatro pinches vacunas que han llegado y los abusones le pasan por encima a todos los demás a patadas, codazos y pisotones.
Todo vale. Incluso lograr que la maestra, que es la que mete los caramelos en la piñata, te permita degustar los caramelos que hay dentro de ella antes de colgarla.
No tenemos conciencia de nuestra posición ni del derecho a los demás a su propio puesto. ¡Cuánta falta hace Concepción Farto en este país!