Mis hijos me llaman Diógenes. Mi mejor amiga de la infancia me llama urraca. Discuto con mi madre porque ella no entiende mi necesidad de conservar y yo no comprendo su impulso de botar. Enfoqué parte de mi carrera hacia los museos y la preservación del patrimonio,
obviamente apuntaba maneras desde chiquitita.
Recuerdo tener seis o siete años y encontrarme por la calle la mitad de un huevo de mármol, de esos que se usan para decorar, recogerlo y llevarlo a casa (¡Horror de horrores! ¡Catástrofe sanitaria! ¡Hecatombe y debacle con terremoto y derrumbe! Eran otros tiempos, tiempos sin covid y sin tanta gilipollez). Mientras caminaba por la calle, (sí, yo sola, ¡oh, espanto! ¡oh, terrible terribleza! Los niños caminaban de ida y de vuelta a la casa, y cruzaban solos las calles! Y ¡¡no tenían celular!! En fin, lo que ya les dije, otros tiempos), iba pensando en qué podría
hacer con él; al final, cuando ya iba llegando al portal se me ocurrió que parecía
un pequeño ratón. Un ratoncito color crema. Llegué a casa y lo lavé bien, comí
deprisa, (no recuerdo qué había de comer, yo qué sé, era invierno, así que potaje,
o garbanzos, o caldo, algo contundente y que en aquel momento seguro odiaba
con toda mi alma. Algo que ahora añoro con esa misma alma)
La cosa es que enseguida me puse a escarbar en la lata de galletas que servía de
costurero, (¿las mamás de ustedes no tenían una lata de galletas con las cosas de
la costura?). Un trozo de lana para la colita, dos botones para los ojitos y unos
recortes de cartulina negra bien finitos para los bigotillos. Me quedó un ratoncito
de lo más monérrimo.
Y al día siguiente lo llevé a clase y traté de enseñárselo a mi maestra que, lo único
que hizo, fue darme un manotazo y lanzarlo contra la pared, allí se terminó de
partir en pedacitos (¡Oh, crueldad infinita! ¡Oh, summum de la insensibilidad con
los tiernos sentimientos de una infante! Pues sí, in illo tempore los sentimientos de
un niños, una niña en este caso, no eran aupados como si fueran lo más
importante del mundo mundial. La vida es dura y es injusta y cuanto antes lo aprendas y lo superes mejor será para ti, ¡hala, venga, arreando que es gerundio!). La cosa es que, desde entonces hasta ahora, recojo, guardo, reutilizo y reciclo todo aquello que cae en mis garras de urraca.
Lo cual es maravilloso para tener una casa como la de Gabriele D’Annunzio pero se convierte en un quebradero de cabeza cuando debes hacer una mudanza.
Lo cual es maravilloso para tener una casa como la de Gabriele D’Annunzio pero se convierte en un quebradero de cabeza cuando debes hacer una mudanza.
Porque mudar varios miles de libros es un coñazo, señores míos, pero ahí voy, de
casa en casa, de continente en continente y tiro porque me toca. En el juego de la
oca de llevarme conmigo todo aquello que me hace sentir arropada. Libros,
muebles, tazas y teteras, cojines y cuadros. Cosas que huelen a casa, que traen
recuerdos.
Cosas que atesoran memorias de otros tiempos. Y que, puestos en una nueva
Cosas que atesoran memorias de otros tiempos. Y que, puestos en una nueva
locación, ayudan a los que somos cangrejos ermitaños a sentirnos en casa estemos donde estemos, porque las casas no son las paredes, son lo que te acerca a la memoria de lo que eres y de lo que fuiste. Las cosas son lo que te
ofrecen la posibilidad de crear todo aquello que serás.
El ser humano tiene cosas desde que es humano. Nos aferramos a ellas, las
El ser humano tiene cosas desde que es humano. Nos aferramos a ellas, las
embellecemos y ellas a cambio, nos protegen.
Desapego y una mierda como la copa de un pino. ¡Otra mudanza completada, chúpate esa, Marie Kondo!