¿Qué parte no entendiste?
En Panamá no hace falta censura cuando el analfabetismo funcional hace el trabajo por sí solo.
Según las últimas pruebas internacionales, apenas el 42 % de los adolescentes panameños logran entender lo que leen en un nivel básico. Y solo el 1 % (¡uno de cada cien!) es capaz de distinguir entre un hecho y una opinión. No lo digo yo. Lo dice PISA. Lo dice la Unesco. Lo dice la catástrofe educativa que llevamos cargando como cruz, y que de tanto en tanto estalla en cada esquina del país como si fuera novedad.
La ironía no sobrevive en Panamá. No porque falte talento, sino porque falta comprensión. El sarcasmo, la ironía, la sátira, las herramientas lingüísticas de alta densidad simbólica, requieren al menos dos cosas para funcionar. La primera es que el receptor tenga capacidad de inferencia, es decir, que pueda leer entre líneas y captar dobles sentidos. Y la otra cosa que se requiere es que distinga entre el tono literal y el figurado. Pero si el 58 % de los jóvenes no entiende lo que lee y solo el 1 % distingue hechos de opiniones, ¿¡cómo van a captar una ironía!?
Los panameños en general, el pueblo, no saben leer. A ver, claro que juntan letras y saben que la eme con la a se pronuncia ma, pero no saben comprender. No distinguen una cláusula de un eslogan. Y esto no es un insulto, señores, por favor, no se lo tomen así, esto es una tragedia. Y no, tampoco es una guerra entre ‘públicos’ y ‘privados’, ni una denuncia clasista: es el retrato de un naufragio colectivo. Porque, aunque las escuelas privadas suelen mostrar mejores cifras en las pruebas a las que me refiero, ni siquiera allí se alcanza un nivel crítico de comprensión. En otras palabras: el país entero está en déficit. Da igual si el uniforme lleva escudo bordado o no; la gran mayoría de los estudiantes panameños, sin distinción de colegio, no logra entender con profundidad lo que lee, mucho menos detectar una mentira bien escrita. Esto no es una grieta entre clases, es un abismo educativo que nos traga por igual.
Cuando alguien exige pensamiento crítico, lo acusan de ‘elitista’. Porque claro, pensar ahora es privilegio y pedir comprensión lectora es ‘clasismo académico’. En este país se ha vuelto más aceptable marchar con una consigna hueca que sentarse a leer con calma. Lo que antes engalanaba el Nido de Águilas, su magnífica biblioteca, se lanzó al vertedero sin asco y sin consecuencias. Ese hecho fue la prueba fehaciente de lo que digo, y así vamos, quemando libros sin tocarlos.
Pero eso sí, en este país pocas cosas provocan más escándalo que una mala palabra. Se puede mentir impunemente desde una curul, robar millones, vender el país en cuotas y firmar leyes a medianoche… pero si alguien dice «carajo” , ahí sí saltan los moralistas y cuando una mujer dice «chuchaesumadre», medio país entra en shock anafiláctico.
Este rasgarse las vestiduras no es casual, cuando no se comprende el fondo, se reacciona al ruido. En un país donde la mayoría no distingue entre el tono de un texto y su intención, la forma se vuelve más grave que el contenido. Entonces, una palabra fuerte genera más rechazo que una idea peligrosa. El insulto se castiga socialmente más que la estafa. Porque al que no comprende el argumento, solo le queda juzgar el volumen. Por eso aquí lo soez es pecado y castigamos no tanto el ‘hacer’ sino el ‘no ocultar’.
Ya lo advirtió Orwell: “Si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje puede también corromper el pensamiento”. Y eso es exactamente lo que nos ocurre, nos están imponiendo la neolengua. La pobreza del lenguaje produce una pobreza de pensamiento que, a su vez, genera una ciudadanía incapaz de defenderse. Sin palabras, no hay ideas; sin ideas, no hay crítica; sin crítica, no hay libertad. Por eso aquí no se discuten argumentos, solo se corea lo que esté de moda en la pancarta del día.
Durante décadas nos dejaron sin educación y ahora nos manejan con titulares. Un tuit, un meme, una frasecita que suene fuerte en un video viral, y con eso basta para poner a pelear a la gente entre sí. La lectura crítica, esa que permite hacer preguntas, sospechar, detectar las trampas del lenguaje, esa no la enseñan. Porque esa libera. Hoy lloramos la patria perdida pero la patria se perdió hace mucho, cuando permitimos que se dejara de enseñar lo que importa: a leer, a entender, a razonar. A tener criterio propio.
Así nos quieren, funcionales, obedientes y desinformados. Porque quien no comprende, repite. Y quien no distingue entre realidad y cuento termina creyendo que cerrar calles es resistencia y que unos derechos valen más que otros derechos y que escribiendo en mayúsculas cerradas se gana el debate.
Mientras el 1 % comprende y el resto se hunde en titulares manipulados la batalla de verdad no está en la calle, está en cada espacio donde aún se enseñe que comprender no es repetir, sino resistir el ataque de los estultos. Y ustedes, padres, si quieren un mejor futuro para sus hijos no confíen en la escuela, la única salida que les queda es ponerlos a leer, y a comprender lo que leen. Porque si no aprendemos a leer, otros escribirán por nosotros el contrato, la historia, y hasta la condena.