Mi casa arde (en fucsia)
He estado ausente unas semanas. Sé que me han extrañado. Pero nunca me fui, solo me trasladé.
He cruzado un desierto de cartón y burbujas, he atravesado montañas de libros y cajas de zapatos, y he sobrevivido para contarlo. Ocho mil libros, cien arriba, cien abajo… doscientos pares de zapatos. Una biblioteca nómada y una colección de calzado. No he mudado una casa: una vez más he trasladado un ecosistema. Y cuando por fin logré encontrar la tetera y el alma entre tanto caos, lo supe. Lo que me iba a salvar no era el orden. Era el color.
He pintado los muebles de la cocina de fucsia.
No chicle, no coral, no tono pastel con nombre de postre francés. Fucsia, como una flor carnívora. Un color que no se disimula. Un color que no pide permiso. Cada vez que entro, siento que me grita: aquí se cocina con sangre. Y sí, también se hacen tortillas de patata con cebolla y con amor.
He pintado la cocina de fucsia y los pocos que han entrado hasta el momento no han dejado de hacer comentarios. “Qué atrevido”, torciendo la boca. “¡Qué original!”, celebran, como si fuera una rareza. Como si el color fuese hoy un acto político. Y quizá lo sea. Porque en este mundo domesticado, aburrido, prudente y políticamente correcto cualquier cosa que no sea gris huele a motín.
No siempre fue así. Hubo un tiempo —no tan lejano— en que el color era una celebración. Los hogares se vestían con terciopelos profundos, con papeles pintados, con lámparas que colgaban como uvas de cristal. En el siglo XIX, las casas victorianas eran selvas decorativas. No se hablaba de “demasiado”, se hablaba de bello. Se combinaban bordados, dorados, empapelados florales, vajillas con dragones chinos y cortinas de terciopelo verde botella. Y nadie pedía disculpas por tener buen gusto.
Luego vino el art nouveau, con sus curvas botánicas, sus lilas de vitral, sus letras en espiral. Y después, el art decó, elegante como una joya, con sus espejos, sus negros lacados y sus dorados a destajo. Las cosas brillaban y se sabían bellas. Había deseo, exceso, ganas de vivir. En los años 50, las cocinas eran celestes como el cielo de las caricaturas, los baños rosados, los electrodomésticos verdes menta. Los sesentas trajeron psicodelia, el mostaza, el naranja ácido, el turquesa tropical. Los ochentas fueron el culmen. El mundo era un delirio cromático que no pedía permiso.
Y entonces, un día, algo se rompió. Y llegó el gris.
Susan Sontag, que siempre llegaba antes y como el fucsia decía las cosas sin pedir disculpas, advirtió hace décadas de que la belleza se había vuelto sospechosa. En su ensayo An Argument About Beauty, escribió que “hoy en día se considera sofisticado despreciar la belleza” y que, al sacarla de la discusión pública, la convertimos en emoción peligrosa, casi inmoral. Porque la belleza no argumenta: seduce. No justifica: conmueve. Y eso, en esta era de vigilancia emocional, nos pone nerviosos. Por eso, en lugar de belleza, ahora preferimos lo “interesante”. En lugar de lo placentero, lo pertinente. En lugar de color, greige. El greige no molesta. No desea. No tiene ideología, ni cuerpo, ni alma. El greige es la renuncia estética, está en todas partes porque nos entrenaron para temer lo bello y adorar lo neutro, como si gozar del mundo fuera pecado y elegir el fucsia, un acto de guerra. El greige combina la tristeza de una consulta dental con el desgano de una sala de espera. El greige es perfecto para quienes temen equivocarse hasta con el color del cojín. El greige no dice nada, no molesta, no exige. Es el tono oficial de la estética sin opinión. Y no es casualidad que los hospitales lo hayan abrazado con entusiasmo. El beige, en el entorno clínico, tiene una función clara: entumecer emocionalmente. No consuela, no acompaña, no contiene. Solo está ahí, anestesiando el ojo, domesticando el ánimo, haciéndote sentir que lo mejor que puedes hacer es quedarte quieto, esperar… y no preguntar. ¿Y cómo se traduce eso en la decoración del hogar? Fácil: casas diseñadas como clínicas, pensadas para no estimular, para no incomodar, para no vivir.
La estética actual ha logrado lo impensable: borrar el color de la existencia cotidiana. En las casas, en los restaurantes, en las oficinas, en los hoteles, en las clínicas, en las cuentas de Instagram. Hay casas que parecen renders de inmobiliaria. Salas que parecen laboratorios. Dormitorios que parecen ataúdes modernos. No hay rastro de color. No hay alma.
Lo llaman “neutralidad”. Le dicen “sofisticación”. En realidad es miedo. Miedo a gustar demasiado. Miedo a ofender la vista. Miedo a marcar territorio. Porque en el mundo de los “espacios limpios”, el que pone un sillón rojo es un radical. El que cuelga un cuadro kitsch es un bárbaro. El que pinta la cocina de fucsia es un problema.
Vivimos como si todas nuestras casas fueran Airbnbs: impersonales, “aprovechables”, siempre listas para gustar a cualquiera. Nos dijeron que tener muchas cosas era signo de desorden. Que el color distrae. Que el estilo cansa. Y nosotros, obedientes, pintamos todo de gris.
La estética no es inocente, nunca lo ha sido. La estética es ideología. Y lo que hoy se nos impone como buen gusto es, en realidad, la expresión doméstica de un mundo que quiere orden, control y silencio. La casa impoluta, sin libros a la vista, sin recuerdos enmarcados, sin alfombras que digan “esta soy yo”, es una casa sin historia. Sin humanidad. Y sin peligro. Porque el color es desobediencia. El ornamento es rebeldía. El gusto personal es subversión.
Detrás de la dictadura del beige se esconde un modelo de domesticidad sin conflicto. El culto a lo neutro es el culto a lo insípido. ¿Y quién gana con eso? Las marcas que venden todo en la misma paleta. Las plataformas que exigen que tu casa “fotografíe bien”. La personalidad no vende.
Yo he elegido no participar. Elijo el fucsia. Elijo los objetos heredados y los encontrados en la calle. Elijo la lámpara que no combina. El cuadro que ofende al buen gusto. El tapete que grita. Elijo las casas que no caben en una cuenta de Instagram. Elijo vivir entre cosas vivas. Elijo el color como una forma de memoria. Una forma de decir “estoy aquí” cuando todo el mundo parece haberse disuelto en un render.
Cada vez que entro, agotada, a mi cocina fucsia, el golpe de color me recuerda que estoy viva. Que no vine a este mundo a encajar en la paleta de colores de nadie ni permito que el gris me seque el alma.