Pornocaridad
Se necesitan nervios de acero y un estómago blindado para navegar las redes sociales. Aunque hayamos conseguido acostumbrarnos al asco, como los marineros que pasaban tanto tiempo en el mar que caminaban como el capitán Jack Sparrow cuando llegaban a tierra, creemos que lo que nos rodea en el mundo digital es lo normal, pero no.
Quizás las teletones y su despliegue asqueroso de desgracias y caridad mal entendida nos han inmunizado, no lo sé, pero lo cierto es que la miseria humana, esa que tendría que indignarnos y movilizarnos, se ha convertido en un producto de consumo. No es más que un show morboso que nos permite, quizás, pensar mientras lo deglutimos ‘No debo quejarme, al fin y al cabo, yo no estoy tan mal’.
El caso de la quinceañera más famosa de la temporada, (esto ya es como los Bridgerton pero sin el glamour), es el ejemplo más reciente de este circo grotesco al que nos hemos acostumbrado.
Esta historia, (ah, ¿que usted no se ha enterado de lo que hablo?, vaya a las redes, querido o querida, pero es que da lo mismo, pónganle el nombre y la ubicación que quieran, lo asqueroso es el hecho, no el protagonista), viralizó la pobreza extrema de una niña con el disfraz de la compasión mediática. Fotografías y videos de su precaria vivienda, entrevistas llorosas y toneladas de “acompáñame en esta noble causa” inundaron las plataformas. Todo esto, claro está, aderezado con la escenografía, los filtros y la música perfecta para arrancar un lágrima rápida y muchos likes. Y sí, claro, llegaron donaciones, pero también llegaron los selfies de los benefactores, los reels conmovedores, las notas de prensa con los nombres de los ángeles salvadores que se iban sumando a esta montaña de mugre caritativa.
Porque no se equivoquen, señores y señoras, esto no se trata de ayudar: se trata de que todos vean que ayudas.
Esto no es altruismo; es pornocaridad. Es un concepto tan degradante como suena: la explotación del dolor ajeno para obtener notoriedad. El problema no es que ayuden; el problema es que conviertan esa ayuda en un producto publicitario, en una moneda de cambio para su propia validación social. La pornocaridad se alimenta del ego. Y no hay nada más repulsivo que disfrazar el egoísmo con la bandera del altruismo.
El ser humano siempre ha tenido una relación complicada con la caridad. Sí, una de las tres virtudes cardinales. Ajá. Hacemos el bien porque “es lo correcto”, pero también porque nos da una sensación de superioridad moral. Hacemos caridad porque creemos que es una moneda de cambio, para ser mejor considerados en la sociadad o para ser mejor considerados en el Más Allá. Y esa sensación se multiplica exponencialmente cuando los aplausos son públicos.
El peor de los pecados de la pornocaridad es que reduce a las personas a un estatus de, llamémosle, utilería emocional. El dolor se empaqueta y se vende. Las historias tristes no son más que un trend, un producto de consumo masivo que será reemplazado por la próxima tendencia viral. Y después, ¿qué queda cuando las cámaras se apaguen y los influencers encuentren otra causa que rentabilizar?
La caridad, cuando es genuina, no necesita reflectores. No necesita aplausos. Si vamos a ayudar, hagámoslo en silencio. Si realmente nos importan las vidas que pretendemos mejorar, empecemos por respetar su dignidad. El mundo ya tiene suficiente miseria como para convertirla en un espectáculo.
¿Sientes que estoy siendo demasiado insidiosa? Pregúntate, ¿crees que los que ayudaron lo hubieran hecho si nadie se fuera a enterar? Sin aplausos, sin flashes, sin likes. Si tu respuesta es no, quizá el problema no sea la pobreza, sino la pornocaridad.