El rugido del gringo y las cucarachas del istmo
Trump lo hizo de nuevo. Como un experto jugador de póquer, lanzó su declaración sobre el Canal de Panamá y el país entero cayó redondito en su trampa. “El Canal es nuestro”, dijo, y los panameños, obedientes como un coro bien afinado, saltaron indignados, pidiendo explicaciones, jurando por la soberanía y desempolvando tratados que muchos ni siquiera han leído.
Esperen, detengan por un momento las antorchas con las que la horda quiere abrasarme, pensemos un momento, ¿acaso alguien cree de verdad que Trump es un idiota? Claro, su peinado puede inspirar chistes, su color zanahoria no ayuda y su corbata bamboleándose en sus bailecitos no nos ayuda a tomarlo en serio, pero el hombre no llegó donde está siendo torpe. Ni tonto ni loco.
Este no es más que un movimiento en su tablero de negociaciones. Trump golpeó la mesa y, como era de esperarse, las cucarachas empezaron a correr. Siempre dispuestos a tragarse el cebo, jugaron su papel de víctimas escandalizadas a la perfección. Mientras tanto, él sonríe.
En lugar de analizar fríamente e intentar entender la estrategia trumpística para poder hacer el siguiente movimiento, aquí estamos, gritando “¡Injerencia!”, como si eso cambiara algo. Mientras nos desgastamos en debates y titulares, el verdadero golpe ya está en marcha, y lo más probable es que ni siquiera lo veamos venir. ¿Qué será? ¿Una renegociación? ¿Un intento de crear inestabilidad? ¿Un nuevo tratado? Eso está por verse, pero les apuesto que lo que dijo no es improvisado.
Lo que sí es improvisada es nuestra reacción. Panamá, país de la eterna queja sin plan, vuelve a mostrar que somos expertos en indignarnos y pésimos en actuar. Trump sabe que con una sola frase puede mover los reflectores poniendo la atención del mundo en nosotros, y lo usa a su favor. ¿Y nosotros qué hacemos? Llenamos las redes sociales (como si Trump fuera a leer su publicación, señor que vive en Praderas de san Antonio, o la suya, señora que vive en Las Mañanitas), con memes y discursos patrioteros en lugar de analizar y meditar, como nación, qué posición debemos tomar. Creemos que la soberanía se defiende con hashtags y videos de TikTok. (Por cierto, ¿se enteraron ya de la jugada que hizo con Tik Tok? Y todavía hay quien lo cree idiota…).
En medio de todo esto, el presidente Mulino ha sacado un comunicado llamando a la calma y recordándonos la importancia de la unidad nacional frente a declaraciones provocadoras. Hay que reconocerle el intento, porque al menos alguien tuvo la lucidez de recordar que una respuesta coordinada y estratégica es más efectiva que el caos. Sin embargo, el comunicado también es un recordatorio de que las palabras, aunque necesarias, no bastan si no están respaldadas por acción real y contundente.
Aquí viene la pregunta incómoda, la que nadie quiere hacerse cuando el pecho está hinchado de patriotismo barato: ¿cuántos de los que gritan hoy por la soberanía estarían dispuestos a derramar su sangre por ella? Más aún, ¿quién aceptaría ver morir a sus hijos por defender la patria? Porque, querido lector, si no estamos dispuestos a poner la sangre donde ponemos la boca, tal vez sea hora de reevaluar nuestras prioridades y preguntarnos quién —o quiénes— van a defendernos cuando el golpe real llegue. ¿Quién anhela que su hijo o hija sea el próximo Ascanio? Siento ser yo quien les diga que Panamá no tiene ejército y que la neutralidad se la suelen pasar por el forro de la entrepierna aquellos que son más fuertes y que el resto del mundo suele mirar hacia otro lado cuando ganan lo suficiente vendiendo armas para que los involucrados resuelvan sus diferencias.
Es fácil ondear una bandera y decir “¡Por mi patria!”, gritar “¡Soberanía!” y desempolvar la gloria de los Tratados Torrijos-Carter, pero la defensa de un país no es un acto simbólico ni una frase bonita para el discurso del 3 de noviembre. Es sacrificio, esfuerzo, organización y, sí, en los casos extremos, sangre. ¿Estamos listos para eso? Si la respuesta es no, entonces pensemos, ¿qué estamos haciendo para proteger nuestra soberanía más allá de indignarnos en X? Porque de discursos vacíos ya estamos llenos, y la patria no se defiende con palabras, sino con estrategias claras y acción diplomática contundente. Las verdaderas batallas no se ganan con indignación.
Trump nos mostró cómo se juega de verdad y en ese juego todavía estamos en pañales. Él golpeó la mesa, las cucarachas corrieron y muchos cayeron como moscas en su trampa. Ahora queda decidir si seguimos siendo las cucarachas que reaccionan al golpe, o si por una vez en la vida nos adelantamos al movimiento y hacemos lo que él menos espera: pensar antes de actuar.
El gringo nos recordó que el tablero es global y que, como siempre, los países pequeños como el nuestro son las fichas más fáciles de mover. La pregunta es: ¿seguiremos jugando este juego sin comprender sus reglas, o estamos listos para cambiar nuestra estrategia? La soberanía no es solo un derecho, es una responsabilidad. Y mientras sigamos actuando como moscas atrapadas en un juego ajeno, no seremos dueños de nada.