Que estamos faltos de práctica. Que ya no sabemos cómo comportarnos en
sociedad. Somos como Mowgli, como Lord Greystoke tratando de comer algo en
una mesa con normas victorianas.
Llevamos seis meses desparramados en horizontal, desplazándonos del sofá a la
cama y de la cama a la puerta a recoger cualquier cosa que hemos pedido a una
de las empresas que han hecho su abril, mayo, junio julio, agosto y septiembre a
nuestra costa.
Los que han vivido con alguien han terminado comunicándose entre ellos con
gruñidos y señas, como milenios ha, cuando aún la lengua gestual nos ahorraba
tener que gastar energía en vocalizar y modular las palabras.
Los que han quedado aislados en soledad ya no tienen claro cómo se pronuncia el
lenguaje en vivo y en directo. El sonido de la voz sin distorsionar mediante el
medio digital raspa los oídos y es odioso al tímpano.
Olernos otra vez es temible, por suerte, la mascarilla nos protege por ahora de
reconocer de nuevo los efluvios a humanidad reconcentrada. Porque lo de las
duchas y la higiene también ha sido según y como, ¡para qué bañarse si no
piensas ponerte una camiseta nueva!, o mejor aún, si te has pasado seis meses
en pelota picada en tu casa, ¡¿cómo pretenden que la piel se acostumbre de
nuevo al roce de la tela!? El jeans va a sollar y la sisa nos va a apretar. Sin contar
con que en esos seis meses de cárcel las calorías se han dedicado a
despatronarnos la ropa y a reducirles las medidas.
¿Por qué nos hacen esto? ¿Por qué dan suelta al rebaño de ovejas obedientes
que ya estaban resignadas a vivir en cuadras separadas? Ahora que nos
habíamos acostumbrado a no ver a nadie, a no tener roce social, cuando por fin
nos habíamos librado de todos esos eventos absurdos a los que íbamos por
obligación, ¿por qué nos sueltan?
¿En serio tengo que regresar a trabajar? Digo, ¿no podemos seguir con lo del
teletrabajo? No nos iba tan mal, no contribuíamos al tranque, no necesitábamos
ponernos bragas ni pantalones, y cuando el pesado del departamento se tiraba
uno de esos monólogos que no le interesan a nadie, siempre podías poner en la
pantalla una foto fija con cara de atención y dedicarte a sacarte los mocos o a
apapachar a tu gato. O echarle la culpa a la empresa de internet y decir que nunca
pudiste conectarte. Ahora no te va a quedar más remedio que escucharlo de
nuevo en vivo y en directo, y lo que es peor, con la bendita mascarilla delante de
los morros, con lo cual entre la tela antifluidos y la papa en la boca no lo va a
entender ni la madrecita que lo parió.
Yo a esto de la reapertura no le veo más que desventajas, sobre todo porque la
gente no sabe calcular cuánto son dos metros, y los funcionarios de turno deben ir
por ahí con la cinta métrica calculando metros y pasándolo a pies y a pulgadas.
Y ¿qué haremos los que vamos por ahí sin funcionario que nos apoye
manteniendo a raya a la señora que insiste en agarrar la leche deslactosada por
encima de tu hombro, respirándote en la nuca porque no entiende que la nariz
también va por dentro de la mascarilla?
Yo ya lo he decidido: llevaré un palo. A ser posible embadurnado de pupú en la
punta, para marcar mi círculo seguro y así mantener la distancia y la felicidad
solitaria a la cual nuestro siempre poco ponderado gobierno y sus mentes
maestras nos han acostumbrado.
por: Mónica Miguel Franco