Si ustedes están leyendo esto puede que sea porque no se acabó el mundo. O puede que usted, señora, o usted, caballero, sea uno de los pocos sobrevivientes. Quizás yo ya no exista y estas sean mis palabras póstumas.
Quizás ustedes hayan sobrevivido al Apocalipsis y aún se estén preguntando “¡¿Qué pachó!?” como el borracho de Blades, pues valgan estas líneas como recorderis del infausto evento. Miren que ya nos había avisado la NASA el pasado 6 de enero sobre un asteroide que se aproximaba hacia el único planeta del Universo donde hay cerveza. Y nos alertó de que la probabilidad de que pudiera llegar a impactar contra nosotros equivaldría “al riesgo de ser arrollado si se cruza a ciegas una vía por la que pasa un tren cada 6 horas».
La predicción de la NASA pronosticaba que si el asteroide 2009 FJ1, que tiene el tamaño de la pirámide de Giza, (pedrusco más o pedrusco menos, que en esos momentos del Ragnarök tampoco es que fuéramos a ponernos tiquismiquis), chocara con la Tierra podría provocar una explosión equivalente a la de más de 200 kilotones de dinamita. No en vano este guijarro espacial figuraba en la ‘Lista de Riesgo de Objetos Cercanos a la Tierra de la Agencia Espacial Europea’ (oh, sí, hay gente que se dedica a hacer cosas como esa lista, y les pagan por ello), como el sexto más peligroso en función del tamaño, la velocidad y la probabilidad de impacto dependiendo de su trayectoria. No, no sé adónde han ido a parar los otros cinco, no se me aterroricen, total, si ya estamos muertos, ¿para qué preguntar?
Y ustedes se estarán preguntando, ya sea que nos hayamos ido todos a la mierda o no, ¿a qué viene esto? Si nos hicimos papilla para los bebés alienígenas no tiene importancia, si todavía sufrimos los desmanes del Adornito y su Gobiernito, tampoco, ¿por qué esta habla del peñasco volador?
Pues por el miedo, van ustedes a permitirme que les explique que una de mis obsesiones es el miedo, no el propio, que para mí no es más que la bandera roja que me señala aquello que tengo que lanzarme a conseguir, sino el miedo comunitario.
Me obsesiona ver cómo se puede convertir a una sociedad en una masa aterrorizada e irracional que clama pidiendo protección. Cómo, con un par de palabras bien elegidas, los que manejan los hilos logran que las personas arrojen a la basura su raciocinio y se conviertan voluntariamente en esclavos, entregando su libre albedrío a cambio de una falsa seguridad.
Ayer fue un meteorito, mañana será una nueva variante del virus de moda (y las que faltan, señores, por lo menos un par de ellas cada temporada), otra amenaza terrorista, o una lista de desaparecidos. Puede ser el comunismo, el fascismo, los antivacunas o los creyentes. Los alienígenas ancestrales que vuelven a resetear esta mierda porque el experimento se les fue de las manos. Los dioses que han decidido hacer tabula rasa con su creación una vez más porque no dan con la proporción correcta de los elementos correctos para que esto funcione, o el azar. Cualquier cosa funciona para que tengamos miedo, nos achicopalemos y nos quedemos quietecitos.
El mundo allá afuera es ancho y lejano, plagado de peligros, ¡quién sabe lo que nos puede llegar a pasar!, es preferible hacer caso a los que saben y ponen el letrerito “Hic sunt dracones”.
Desde el inicio de los tiempos la humanidad sabe que el mundo se va a acabar, y aunque todos los días el mundo se acaba para muchos, las historias de eventos que terminan con todo se repiten una y otra vez, ya sea por el agua, por el fuego, por una diosa con cabeza de leona que no para de acuchillar hasta que la emborrachan o porque suenen las trompetas. El meteorito no ha sido más que otro recorderis. Vivan, coño, vivan, que la muerte va a llegar aunque no se acuerden de ella.