En mi tierra las lilas se arraciman en los jardines y los parterres. Desde hace unas semanas el olor a lilas te asalta por la calle desde cualquier esquina, sorprendiéndote desde lo alto de la barda de un jardín o golpeándote los sentidos con puños floridos. Racimos morados, púrpura, blancos, plantan bandera cuando la nieve apenas amenaza con dar un paso atrás.
Mayo es el mes de la Virgen, y el olor a la cera de lustrar los pisos de madera de la capilla de mi colegio se mezcla en mis recuerdos con el olor a lilas que inundaba en este mes el pequeño recinto. Ramos de lilas apiñados sobre las escalinatas del altar, al pie del pequeño pilar sobre el que reposaba la talla de madera de la Virgen Blanca, manos juntas en sumisión y recogimiento. Montones de lilas que traían las niñas, con flores a María que madre nuestra es.
Hoy es 13 de mayo.
“El 13 de mayo, la Virgen María / bajó de los cielos a Cova da Iria./ El 13 de Mayo, la Virgen María / bajó de los cielos a Cova da Iria. Ave, Ave, Ave María. / Ave, Ave, Ave María… Ave, Ave, Ave María…”
Un coro de voces infantiles dirigidas por Nieves, la profe de música, (una santa mujer, también lo digo, que estaba convencida de que yo podría llegar a cantar con cierto ajuste a tono), repetían la letra del himno de la Virgen de Fátima. Un mar de príncipe de Gales en gris, filas de niñas perfectamente colocadas y el olor.
Aquel olor a lilas que hoy me arroja los recuerdos al rostro, se cuela por mis fosas nasales y retuerce mi cerebro trayéndome con él retazos de calles, una baldosa suelta. El cielo inmenso de un azul imposible. El frío de la mañana mordiendo las piernas infantiles que solo llevan cubiertos los tobillos por unos calcetines de ganchillo. La sensación de tensión en la coleta recién peinada. El peso de los libros en el maletín. Y caminar hacia la escuela con ramos de lilas. Pensando en lo bien que huelen, en lo hermosas que son las pequeñas flores apiñadas en panículas. “Las lilas púrpura simbolizan el primer amor”, “Las lilas blancas señalan juventud e inocencia”, decía en un pequeño librito, El lenguaje de las flores, que tenía preciosas imágenes de mujeres vestidas a la moda eduardiana.
Yo, que soy una egoísta y una caprichosa y que atesoro cosas y belleza, mientras entonaba aquella cantaleta, avéavéavemaría… no podía dejar de pensar en que era una verdadera pena que aquella belleza se pudriera y se marchitase allí, delante de una talla de madera, en una capilla que en apenas unas horas quedaría vacía y sola, sin nadie que pudiera oler o admirarlas.
Quizás por eso, además de odiar el estampado príncipe de gales, el beige, el olor a cera y las canciones marianas, también odio las flores cortadas.
Aquellos ramos destinados a la muerte, aquellas pequeñas flores agonizando solas, sin que nadie las apreciase realmente, sacrificadas, me han perseguido toda la vida. No. No me regales flores si no están vivas. No me gustan las muertes inútiles pero soy capaz de entender y apreciar la belleza de aquella muerte que llega cuando llega el tiempo aunque sea triste, aunque duela. A veces, las flores no las cortan los hombres sino los dioses y contra eso nada podemos hacer.
Hoy hace frío en mi tierra, llueve desde un cielo blanco como la leche y las lilas que aún resisten pierden el olor lavado por el agua. La acera está cubierta de pequeñas flores de cuatro pétalos, yacen esperando el pie que, apurado, las aplaste, extrayendo el último resto de olor que quizás les quedase, llevándose el peatón con él, y sin saberlo, toda la belleza del mundo.
En mi tierra las lilas se arraciman en los jardines y los parterres. Desde hace unas semanas el olor a lilas te asalta por la calle desde cualquier esquina, sorprendiéndote desde lo alto de la barda de un jardín o golpeándote los sentidos con puños floridos. Racimos morados, púrpura, blancos, plantan bandera cuando la nieve apenas amenaza con dar un paso atrás.
Mayo es el mes de la Virgen, y el olor a la cera de lustrar los pisos de madera de la capilla de mi colegio se mezcla en mis recuerdos con el olor a lilas que inundaba en este mes el pequeño recinto. Ramos de lilas apiñados sobre las escalinatas del altar, al pie del pequeño pilar sobre el que reposaba la talla de madera de la Virgen Blanca, manos juntas en sumisión y recogimiento. Montones de lilas que traían las niñas, con flores a María que madre nuestra es.
Hoy es 13 de mayo.
“El 13 de mayo, la Virgen María / bajó de los cielos a Cova da Iria./ El 13 de Mayo, la Virgen María / bajó de los cielos a Cova da Iria. Ave, Ave, Ave María. / Ave, Ave, Ave María… Ave, Ave, Ave María…”
Un coro de voces infantiles dirigidas por Nieves, la profe de música, (una santa mujer, también lo digo, que estaba convencida de que yo podría llegar a cantar con cierto ajuste a tono), repetían la letra del himno de la Virgen de Fátima. Un mar de príncipe de Gales en gris, filas de niñas perfectamente colocadas y el olor.
Aquel olor a lilas que hoy me arroja los recuerdos al rostro, se cuela por mis fosas nasales y retuerce mi cerebro trayéndome con él retazos de calles, una baldosa suelta. El cielo inmenso de un azul imposible. El frío de la mañana mordiendo las piernas infantiles que solo llevan cubiertos los tobillos por unos calcetines de ganchillo. La sensación de tensión en la coleta recién peinada. El peso de los libros en el maletín. Y caminar hacia la escuela con ramos de lilas. Pensando en lo bien que huelen, en lo hermosas que son las pequeñas flores apiñadas en panículas. “Las lilas púrpura simbolizan el primer amor”, “Las lilas blancas señalan juventud e inocencia”, decía en un pequeño librito, El lenguaje de las flores, que tenía preciosas imágenes de mujeres vestidas a la moda eduardiana.
Yo, que soy una egoísta y una caprichosa y que atesoro cosas y belleza, mientras entonaba aquella cantaleta, avéavéavemaría… no podía dejar de pensar en que era una verdadera pena que aquella belleza se pudriera y se marchitase allí, delante de una talla de madera, en una capilla que en apenas unas horas quedaría vacía y sola, sin nadie que pudiera oler o admirarlas.
Quizás por eso, además de odiar el estampado príncipe de gales, el beige, el olor a cera y las canciones marianas, también odio las flores cortadas.
Aquellos ramos destinados a la muerte, aquellas pequeñas flores agonizando solas, sin que nadie las apreciase realmente, sacrificadas, me han perseguido toda la vida. No. No me regales flores si no están vivas. No me gustan las muertes inútiles pero soy capaz de entender y apreciar la belleza de aquella muerte que llega cuando llega el tiempo aunque sea triste, aunque duela. A veces, las flores no las cortan los hombres sino los dioses y contra eso nada podemos hacer.
Hoy hace frío en mi tierra, llueve desde un cielo blanco como la leche y las lilas que aún resisten pierden el olor lavado por el agua. La acera está cubierta de pequeñas flores de cuatro pétalos, yacen esperando el pie que, apurado, las aplaste, extrayendo el último resto de olor que quizás les quedase, llevándose el peatón con él, y sin saberlo, toda la belleza del mundo.